Una mujer que creyó en el trabajo como fuente de aprendizaje es hoy la portadora de una rica historia.
Durante casi todo el siglo XX, la comida chilena ha sido la cenicienta de las gastronomías del Cono Sur. Sin fusiones chino-precolombinas como la peruana; anoréxica de carnes y pastas de primera calidad a diferencia de la argentina, y sin contar con las tres o cuatro cartas que proporcionan los muchos “trópicos” brasileños; los chefs de la estrecha y larga franja de tierra tenían sólo la artillería de los mariscos, en general crudos, para evitar que su derrota fuera completa.
Pero los tiempos y los paladares cambian. Al despuntar de este siglo XXI, de pronto la sobrevivencia de la herencia colonial ibérica —con algún injerto francés e italiano— en tantos platos “huasos” y plebeyos ha pasado de pequeño vicio a gran virtud. Aydeé Murillo, con 70 años, ha sido testigo y protagonista privilegiada de esta mutación que, a su vez, es la historia de su vida. Y de la hermandad de tres países.
Al nacer en Potosí, Bolivia, ni el agorero más fantasioso podría haber predicho que se convertiría en una mano maestra, con reconocimiento internacional, en la preparación del caldillo de congrio. Y no en Chile. O sí, en ese pedazo gastronómico de Chile que ha sido la embajada del país en Buenos Aires.
Sin embargo, el origen de tal triunfo se encuentra en una doble desgracia. Muerto su padre cuando ella apenas pasaba el año de edad, su madre la llevó a ella y a su hermana a La Paz. Allí murió sorpresivamente. Aydeé tenía apenas siete años. Debido a ello fue criada por su hermana mayor, una adolescente, que pronto se casó. Así, con 20 años, decidió emigrar a la Argentina. “Quería surgir y nunca irme derrotada de vuelta a mi país”, dice.
No fue nada simple. Su aprendizaje primero vino de la mano de varias mujeres que la estimularon a cocinar. Una de ellas fue Lily Nelson Blaquier. “En 1963, mi marido y yo conseguimos trabajo juntos en su estancia en Chacabuco, en la provincia de Buenos Aires —recuerda—. Me puso un chef para que aprenda. Me tenía confianza y me decía: ‘Usted. Aydeé, cocine’”. Pero aquello era comida criolla y, también, inglesa. De todas formas, resultó un antecedente vital para que, en 1969, la contrataran como ayudante de cocina en la Embajada de Chile.
Hoy, con una sonrisa, recuerda las lágrimas y angustia que sintió cuando el chef de la delegación diplomática, un italiano llamado Filiberto, le enseñó por vez primera a cocinar un budín de tres colores: “Pensé que nunca lo iba aprender a hacer bien”.
Su aprendizaje principal, en realidad, no provino de él, sino de las esposas de los 18 embajadores con las cuales convivió. “De cada una aprendí algo, un dato, un sabor, un secreto”. A principios de los años setenta ya era la cocinera oficial, cargo que ocupó hasta 2007, momento en que se retiró condecorada por el gobierno por sus servicios al país. Y no sólo por el estrés que significaban las cenas de estado en las que pudo ver y ser felicitada por figuras de la historia regional como Salvador Allende, Fernando Henrique Cardoso, Michelle Bachelet y todos los presidentes argentinos, sino también por una vida de trabajo físico duro: “Para algunas recepciones hacíamos de 1.000 a 1.500 empanadas. A veces demorábamos tres días en preparar todo”. O, en alguna ocasión, “tuve que hacer 800 platos de chupe de mariscos”.
¿Y cómo cambiaron las cosas en estos 40 años? “Antes la cocina no era bien vista. Te tenía que gustar de verdad. Era más sacrificada. Tenía que ser de corazón. Debía salir del alma. Con los chefs jóvenes es otro modelo. Todo es más vistoso”. Entre las cosas buenas está en que “ahora hay más material bueno, la cocina de alto nivel es algo más abierto: antes era una cosa reservada sólo para la gente rica”.
Tratando de conjugar lo mejor de ambos tiempos es que Aydeé salió de su retiro para convertirse en el alma del restaurante “Valparaíso” en Palermo Viejo, ciudad de Buenos Aires. Es la creación de Ricardo Ross y Claudia Muñoz Cid. Allí deleita con su versión neoclásica del pastel de choclo (con choclo no dulce), empanadas de mariscos y el soberbio flan caramel, un flan preparado no con dulce de leche encima, sino “hecho de dulce de leche”. No está sola. Con su equipo, que integran Fabián Krioka, Hernán C. Lamberti y Rossana Vásquez Cofré, exploran juntos ese cofre de tesoros sensuales olvidado que era la gastronomía chilena. Siempre en busca de joyas que recuperen el lustre y brillo.
Entre ellos está, alhaja submarina, el caldillo de congrio. “¿Qué le pareció?”, suele preguntar, cuando a menudo —al mediodía— sale al salón a saludar a los clientes. Y la sonrisa, a veces entusiasta, a veces púdica, siempre agradecida, es el premio a una vida de transformación: “Siempre me gustó surgir, aprender, valerme por mí misma. No bajé los brazos y así llegué hasta donde llegué”.
Mi receta
Caldillo de congrio
Por Aydeé Murillo
Ingredientes: (para 4 personas).
2 cebollas
2 zanahorias
1 morrón
2 papas medianas o grandes
1 cucharadita de pimentón rojo
4 cucharas de aceite de oliva
Sal a gusto
Cilantro fresco a gusto
Eneldo a gusto
1 congrio pequeño
l ¼ de camarones
l ¼ de machas o mejillones
l ¼ de choritos
l ½ vaso de vino blanco
l ¼ de crema de leche.
Preparación:
Primero hervir durante una hora aproximadamente un caldo de la cabeza del congrio con una cebolla entera. En paralelo freír la cebolla picada en oliva hasta que esté abrillantada. Agregar luego la zanahoria cortada en gajos (a lo largo) y los morrones. Entonces, en una olla grande, a fuego lento, incorporar el contenido de la sartén y el caldo, colado, de la cabeza del congrio. A esa mezcla, agregar —cuando ya estén cocinadas las zanahorias— medio vaso de vino blanco y las porciones cortadas del congrio.
En diez minutos desde el hervor el congrio, estará cocido. Cuando esto haya ocurrido sumar los mariscos (camarones, machas, choritos u otros disponibles), con sus conchas. Un poco antes aderezar con cilantro, eneldo y crema.
Pocos minutos más tarde, cuando esté a punto de servirse, freír las papas (peladas y cortadas en rodajas muy finas con antelación) en aceite de oliva y colocarlas, todavía hirvientes, sobre cada uno de los platos o porciones por separado.
Si sobra preparación en la olla, conservada en frío, el plato resiste unas 24 horas. No más, para seguir disfrutándolo.