Cólera,
miedo, alegría, sorpresa, asco, tristeza: las emociones nos invaden
permanentemente, pero ¿sabemos en verdad lo que se produce cuando estamos emocionados
y por qué leemos con tanta facilidad la expresión de una emoción en el rostro
del otro?
Cuerpo y alma
La palabra “emoción” viene del latín emovere, que
significa poner en movimiento. Sabemos que las primeras manifestaciones de la
emoción son físicas. Nuestro ritmo cardíaco se acelera, nuestra respiración se
desboca y transpiramos. Pero la emoción es también afectiva y subjetiva; cuando
nos sentimos tristes no solo tenemos un nudo en la garganta, sino que también
nos sumergimos en un estado de espíritu particular, mezcla sutil de
pensamientos desagradables, de sufrimiento moral y de sentimientos negativos.
Ese paso de lo físico a lo psicológico constituye el fundamento mismo de la
emoción. Las modificaciones de los parámetros psicológicos son transmitidas al
cerebro por medio de sensores nerviosos repartidos por todo el organismo.
Sentimos entonces la emoción en lo más profundo de nosotros mismos y el cerebro
transforma esa vivencia física en una experiencia subjetiva. La emoción se
define como un intercambio entre el cuerpo y el espíritu, como un diálogo
orquestado por el cerebro.
Un lenguaje universal
En el mundo entero, sean cuales fueren las culturas, las
emociones fundamentales se exteriorizan de la misma manera. Así, el miedo se
traduce siempre en el rostro con los ojos abiertos como platos, levantando las
cejas o apretando los labios. Esa contracción de la parte superior del rostro
permitiría aumentar el campo de la visión periférica para facilitarla detección
de eventuales amenazas en el entorno. La expresión facial de miedo sería
entonces una respuesta ideal del ser humano para acelerar su tiempo de reacción
frente al peligro. Las otras emociones, como la alegría, la tristeza o el asco,
se acompañan igualmente de una expresión muy particular que resulta de la
contracción de ciertos músculos del rostro. El psicólogo estadounidense Paul
Ekman ha inventariado alrededor de 46 movimientos elementales de los músculos faciales
y analizó precisamente cuáles son movilizados en la expresión de cada emoción.
El contagio emocional
Reconocemos las emociones del otro, sabemos comprenderlas y,
en cierta medida, también las experimentamos. Esa facultad de empatía estaría
vinculada a la activación de un tipo particular de neuronas: las neuronas
espejo. Éstas últimas tienen la particularidad de activarse cuando realizamos
una acción, pero también cuando vemos a alguien efectuar una acción idéntica. Así,
cuando el músculo cigomático mayor y el gran orbicular del rostro de nuestro
interlocutor se contraen para expresar alegría, nuestras neuronas espejo se
activan como para hacernos contraer esos mismos músculos. Sabemos lo que
expresa el rostro de nuestro interlocutor y sentimos su emoción por mimetismo.
¡Sonría!
Podemos en cierta medida controlar la expresión de nuestro
rostro para disimular una emoción o atenuar sus efectos. Pero ese mismo control
puede también regular la vivencia de la emoción misma. Así, el simple hecho de
sonreír «mecánicamente» genera un mejoramiento del humor. En el transcurso de
un experimento, los especialistas pidieron a los participantes que dibujaran
figuras geométricas sosteniendo un bolígrafo entre los dientes, tanto de la manera
más cómoda para ellos (cerrando los labios), como cuidando de no tocar el
bolígrafo con los labios. En este último caso, tenían que contraer el gran
músculo cigomático, que normalmente se acciona cuando sonreímos. Al término de
este test, los investigadores constataron que los que no habían tocado el
bolígrafo con los labios estaban de un humor más positivo y más alegre.
Este ejemplo demuestra que, cuando estamos contentos y
sonreímos, nuestro cerebro registra, a la vez, el sentimiento de dicha y las
contracciones correspondientes del rostro. Se forman conexiones entre el
aspecto motor del sentimiento y las zonas del cerebro que favorecen la vivencia
subjetiva. Cuando el aspecto motor es reactivado, esas conexiones reaniman
entonces automáticamente la vivencia correspondiente.
Las aplicaciones son numerosas: obligarse a mantener un
rostro sereno cuando sube la cólera contribuye a disminuir el impacto emocional
de aquello que nos contraría. Sin embargo, no debe abusarse de este método, ya
que el hecho de luchar demasiado contra las emociones (lo que los psicólogos
llaman la «supresión emocional») provoca a largo plazo efectos nefastos sobre
el humor y la autoestima.