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¿Es cierto que una buena salud nos prolonga la vida? Las respuestas, de la mano de una premio Nobel de medicina.

Sucede que las reuniones de aniversario de curso dan lugar a todo tipo de reacciones. Antiguos compañeros que no se han visto durante veinticinco años y se reconocen a primera vista. Cristina, en opinión de todos, “no ha cambiado nada”. A Juan, sin embargo “los años le han dejado huella”. Si Cristina parece que tiene 30 años, Juan parece 65. Las comparaciones son odiosas: ¿quién conserva la piel de durazno?, ¿quién tiene la cara llena de arrugas y ojeras poco agraciadas? Y yo, ¿dónde me encuentro a los 50 años? ¿Cómo explicar tales diferencias en el proceso de envejecimiento? ¿Cómo ralentizar el declive? Todas estas preguntas esconden un auténtico enigma científico. En las aguas salobres de los charcos es donde, en 1984, una investigadora identificó un primer indicio que permitía resolver el secreto de la longevidad. Premio Nobel de medicina en 2009, Elizabeth Blackburn es una dama de 68 años que aparenta la edad que tiene. Pero no ha perdido nada de la frescura ni de la insaciable curiosidad de la joven científica que, un buen día, dejó su Tasmania natal para desembarcar en Cambridge. Allí descubrió las últimas técnicas de la biología molecular. Lo que halló en la muestra repleta de vida extraída de una poza de agua estancada le ha permitido comprender cómo se conserva el material genético registrado en nuestras células.

Los genes y el envejecimiento

Es el estado de esta herencia lo que determina a qué edad se vuelve el pelo blanco y los huesos frágiles. Un secreto guardado desde hace millones de años por el protozoario ciliado. De hecho, este organismo unicelular microscópico en su modo de vida elemental —se alimenta, se reproduce, se alimenta— no envejece. Porque el patrimonio genético del protozoario ciliado, o dicho de otro modo, todas las informaciones que tienen necesidad de regenerarse, está protegido del desgaste por “capuchones” que protegen las extremidades de sus cromosomas. Estos capuchones se llaman telómeros. Elizabeth Blackburn los compara con las fundas de plástico de los extremos de los cordones de los zapatos. Los telómeros permiten a los filamentos de ADN resistir el desgaste cotidiano. ¿Por qué no podría el hombre, por sí mismo, como hacen los protozoarios, proteger su material genético?, se preguntó la investigadora. Todo el talento de este pequeño ser reside —y ese es el principal descubrimiento de Elizabeth Blackburn— en su capacidad de reparar los telómeros dañados. El hombre, ¿es también capaz? La pregunta quedó en suspenso… Más tarde, en el año 2000 aproximadamente, la investigadora hizo un descubrimiento decisivo. Mientras ejercía en la Universidad de San Francisco, se cruzó en su camino Elissa Epel, profesora de la facultad de psicología. Su especialidad: el estrés extremo. Su objeto de estudio: las madres que se ocupan de niños gravemente enfermos. Día y noche. Prodigando cuidados constantes, sin un instante de respiro. Una de las cargas más difíciles de llevar por un ser humano, según demostró la especialista. Pronto, Elissa Epel y Elizabeth Blackburn se pusieron a trabajar en estrecha colaboración. “Tomamos muestras sanguíneas de esas mujeres”, recuerda la Premio Nobel. “Después escrutamos las células. Cuanto más se sacrificaban las madres con los hijos durante más tiempo, más importantes eran los daños en sus cromosomas, en el núcleo celular”. 

Del conocimiento a la solución

Las pioneras de la investigación llegaron a la conclusión de que el sufrimiento psíquico tiene un efecto nocivo en las funciones protectoras de los cromosomas, igual que las limitaciones físicas, la mala alimentación, o los productos tóxicos. Cuanto más agresiva es la presión del entorno, más se reducen los telómeros. Estas conclusiones abrieron la vía a una mejor compresión del proceso de envejecimiento. Desde ese momento, la ciencia podía proponer soluciones. Sabiendo que los protozoarios ciliados consiguen conservar su material genético gracias a refuerzos similares a los de los cordones de los zapatos, el mismo principio puede también ayudar al hombre a proteger los cuarenta y seis cromosomas que esconden su patrimonio genético. Basta con limitar el impacto nocivo de la vida cotidiana, concluye Elizabeth Blackburn, incluso intentar reparar los efectos nefastos. En efecto, varios tipos de células poseen como los protozoarios ciliados, un mecanismo de autoregeneración. Y es ahí donde reside nuestra fuerza: la de los humanos. El núcleo de las células madre, pero también los glóbulos blancos de nuestro sistema inmunitario, contienen un minúsculo aparato reparador: una enzima llamada telomerasa, identificada por primera vez en los charcos de agua estancada. Asegura también el mantenimiento de los telómeros humanos que tienen la capacidad de aumentar. Lo que quería Elizabeth Blackburn, es que sus investigaciones sobre los telómeros permitiesen al hombre vivir con plena salud el máximo tiempo posible. La receta de la juventud, según las dos investigadoras, consiste en identificar los factores que permiten mantener la duración de los telómeros y estimular las telomerasas y cultivarlas. Gracias a sus experiencias, ya podemos “disminuir las enfermedades crónicas y mejorar el bienestar durante toda la vida actuando a nivel celular.” Esta idea la desarrollan Elizabeth Blackburn y Elissa Epel en un libro titulado El efecto telómero. Proponen soluciones en siete campos para vivir mejor y más tiempo. La salud es un todo. Si se pasa el tiempo picoteando, si no sabe resistirse a las ofertas publicitarias demasiado atractivas, si prefiere caras curas de desintoxicación a una buena caminata de media hora a paso rápido, no vivirá ni mejor ni más tiempo: llevar una vida sana es un proyecto de vida personal. Y puede permitirle ganar varios años de vida con buena salud. Las científicas hicieron una demostración magistral: miles de voluntarios aceptaron que les hicieran un seguimiento a lo largo de los años. Se les pesaba regularmente, se les auscultaba y preguntaba: ¿fuma? ¿cuántas piezas de fruta y verdura come al día? ¿Qué cantidad de embutidos? ¿Hace ejercicio físico? ¿Cuáles son sus fuentes de estrés? Aunque algunos no contestaron a todo, la evidencia saltó a la vista: cuantos más comportamientos “sanos” acumulemos, más tarda en manifestarse el efecto del envejecimiento. De esta forma se puede retrasar el proceso varios años ¡hasta doce! 

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